“¿Por qué América es el mejor país del mundo?”
“¿Por qué América es el mejor país del mundo?” Esta es la pregunta que una estudiante de segundo curso de periodismo lanza al presentador de televisión Will McAvoy (interpretado por Jeff Daniels) en el episodio inaugural de la primera temporada de la serie Newsroom, cuya segunda etapa se emite ya en España. Uno de sus dos compañeros de debate resume su opinión en dos palabras: “Libertad y libertad”. La otra afina algo más: “Diversidad y oportunidad”. ¿Y McAvoy? Primero intenta salirse por la tangente (“Los New York Nets”, ironiza) pero, ante la insistencia del moderador, sufre un ataque de sinceridad y lanza una soflama cuyo contenido se resume como sigue:
América [nadie duda en EE UU del derecho a utilizar como exclusivo el nombre de todo el continente] no es el mejor país del mundo, ni siquiera el más libre. También Canadá, Japón, Alemania, España y hasta 180 Estados soberanos son libres. América ocupa el 7º lugar en alfabetización, el 12º en ciencia, el 49º en esperanza de vida. Sólo es líder mundial en número de presos por 100.000 habitantes, adultos que creen en los ángeles y gastos de defensa, más que los 26 siguientes juntos.
Así que la respuesta es no. América no es el mejor país del mundo. “Pero lo éramos”, sostiene McAvoy con verdades no tan irrefutables. “Defendíamos lo justo, luchábamos por razones morales, librábamos guerras contra la pobreza y no contra los pobres, nos preocupábamos por el prójimo, construíamos grandes cosas, realizábamos avances tecnológicos increíbles, explorábamos el universo, curábamos enfermedades, cultivábamos los mejores artistas del mundo, nos dirigíamos hacia las estrellas, no teníamos miedo”.
Esta discutible declaración de euforia retrospectiva, que sostiene que EE UU era hasta no hace tanto la luz del mundo, es el equivalente al sermón que se suele dejar para el final en muchas películas norteamericanas que, durante la mayor parte de su metraje, critican al mismo sistema que, en el desenlace, demuestra que tiene suficientes salvaguardas democráticas para que triunfe la justicia y, en definitiva, quede claro que el sistema funciona. Y es que McAvoy no es un revolucionario, no quiere dinamitar nada, ni siquiera es un demócrata, sino un republicano decente y coherente, aunque sea por la voluntad soberana del creador de la serie, Aaron Sorkin, el mismo de El ala Oeste de la Casa Blanca.
McAvoy comparte los principios tradicionales del partido, como “la fe en el capitalismo, el libre mercado, la ley y el orden, un Ejército del pueblo y un Gobierno con sentido común”. Para él –aunque no para la dueña de su empresa- eso obliga a denunciar el mal funcionamiento de las instituciones y los excesos de quienes desvirtúan con argumentos medievales la esencia del sistema político norteamericano, tal y como lo idearon los padres fundadores. Por eso abomina de los ultraconservadores e intolerantes del Tea Party, a los que devuelve el insulto que ellos lanzan a la gente como él: RINO, Republicans In Name Only (Republicanos solo de nombre).
Esa decadencia en política, principios y psicología colectiva está relacionada, según McAvoy, con el hecho de que hoy la gente está peor informada que en el pasado, inundada por los disparates de unos medios de comunicación mercantilizados y mediatizados, impregnados de periodismo basura y telerrealidad. Él añora los tiempos de Edward R. Murrow, el mítico presentador del Buenas Noches y Buena Suerte -que denunció la caza de brujas del senador Joseph McCarthy- y de Walter Cronkite, que contribuyó a terminar con la guerra de Vietnam.
En su filípica a los estudiantes, el protagonista de Newsroom olvida lacras del sistema agravadas con la psicosis antiterrorista posterior al 11-S, desde los asesinatos selectivos con drones a la pérdida de derechos individuales, la vergüenza de Guantánamo, el desprecio de la soberanía de otros países y el espionaje masivo. Algunos de estos pecados son denunciados en la serie. El más actual se ilustra con un veterano espía de la Guerra Fría que denuncia al jefe de informativos que, tras los atentados de las Torres Gemelas, cuando nadie se arriesgaba a parecer blando, “se empezó a hacer exactamente lo mismo que los soviéticos”, es decir, espiar a todo quisque.
El instrumento utilizado, añade la fuente, es similar a la máquina del personaje de Morgan Freeman en El caballero oscuro, de la que asegura Batman: “Lo dejo, nadie debe tener tanto poder”. Pero existe, dice el agente, y puede interceptar 17.000 millones de llamadas telefónicas, SMS y correos electrónicos al día, e implica una gran cantidad de escuchas injustificadas y sin orden judicial a soldados en el exterior, a ex esposas y a actores. Una actividad que conculca la Constitución y viola una docena de regulaciones sobre espionaje. O sea, que ya antes de Edward Snowden, una denuncia muy similar tuvo amplio eco… en una serie de tele visión.
____________________
Nenhum comentário:
Postar um comentário