¿Por qué surge ahora un movimiento de protesta como los que ya están
casi de vuelta en otros países del mundo, cuando durante diez años
Brasil vivió como anestesiado por su éxito compartido y aplaudido
mundialmente? ¿Brasil está peor hoy que hace diez años? No, está mejor.
Por lo menos es más rico, tiene menos pobres y crecen los millonarios.
Es más democrático y menos desigual.
¿Cómo se explica, entonces, que la presidenta Dilma Rousseff, con un consenso popular de un 75%, -un récord que llegó a superar al del popular Lula da Silva-, pueda ser abucheada repetidamente en la inauguración de la Copa de las Confederaciones, en Brasilia, por casi 80.000 aficionados de clase media que pudieron darse el lujo de pagar hasta 400 dólares por una entrada?
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La policía se enfrenta a los manifestantes alrededor del estadio.
TASSO MARCELO (AFP) |
Está generando perplejidad, dentro y fuera del país, la crisis creada repentinamente en Brasil por
el surgir de las protestas callejeras, primero en las ricas urbes de São Paulo y Río, y ahora extendiéndose a todo el país e incluso a los brasileños en el exterior.
Por el momento son más las preguntas para entender lo que está aconteciendo que las respuestas a las mismas. Existe solo un cierto consenso en que Brasil, envidiado hasta ahora internacionalmente, vive una especie de esquizofrenia o paradoja que aún debe ser analizada y explicada.
Empecemos por algunas de las preguntas:
¿Por qué surge ahora un movimiento de protesta como los que ya están casi de vuelta en otros países del mundo, cuando durante diez años Brasil vivió como anestesiado por su éxito compartido y aplaudido mundialmente? ¿Brasil está peor hoy que hace diez años? No, está mejor. Por lo menos es más rico, tiene menos pobres y crecen los millonarios. Es más democrático y menos desigual.
¿Cómo se explica, entonces, que la presidenta Dilma Rousseff, con un consenso popular de un 75%, -un récord que llegó a superar al del popular Lula da Silva-, pueda ser abucheada repetidamente en la inauguración de la Copa de las Confederaciones, en Brasilia, por casi 80.000 aficionados de clase media que pudieron darse el lujo de pagar hasta 400 dólares por una entrada?
¿Por qué salen a la calle a protestar por la subida de precios de los transportes públicos jóvenes que normalmente no usan esos medios porque ya tienen coche, algo impensable hace diez años?
¿Por qué protestan estudiantes de familias que hasta hace poco no hubiesen soñado con ver a sus hijos pisar una universidad?
¿Por qué aplaude a los manifestantes la clase media C, llegada de la pobreza y que por vez primera en su vida han podido comprar una nevera, una lavadora, una televisión y hasta una moto o un coche de segunda mano?
¿Por qué Brasil, siempre orgulloso de su fútbol, parece estar ahora contra el Mundial, llegando a empañar la inauguración de la Copa de las Confederaciones con una manifestación que produjo heridos, detenciones y miedo en los aficionados que acudían al estadio?
¿Por qué esas protestas, incluso violentas, en un país envidiado hasta por Europa y Estados Unidos por su casi nulo desempleo?
¿Por qué se protesta en las favelas donde sus habitantes han visto duplicada su renta y recobrada la paz que les había robado el narcotráfico?
¿Por qué, de repente, se han levantado en pie de guerra los indígenas que poseen ya el 13% del territorio nacional y tienen al Supremo siempre al lado de sus reivindicaciones?
¿Es que los brasileños son desagradecidos a quiénes les han hecho mejorar?
Las respuestas a todas esas preguntas que producen en tantos, empezando por los políticos, una especie de perplejidad y asombro, podrían resumirse en pocas cuestiones.